Abro los ojos. Veo. La vista, sentido tan incorporado y naturalizado que no nos ponemos a pensar cotidianamente lo distinta que sería nuestra vida sin este don.
Decido comenzar mi día, me asomo al balcón, hay música en el aire; Argentina tiene ese <no se que> los domingos a la mañana. El cielo, casi cubierto de nubes, deja ver la luz del sol cuando el gris no oscurece. Emprendo viaje a la tranquilidad de la calle: algunos vestidos de fiesta, otros haciendo las compras para el almuerzo, y aquellos que trabajan con un ritmo no visto en otros días. Pero algo me frena. Un aroma que no reconozco, unos ojos que me miran desde el suelo (¿pero acaso no estoy adentro del banco?). Perdón, atiné a decir, sintiéndome desubicada, invadiendo. El hombre de ojos claros, piel blanca que delata falta de vitalidad, se sobresalta y siento un dejo de vergüenza y resignación.-Mira que no hay plata en ninguno, me dijo. Le ofrecí una sonrisa y un gracias, sabiendo que su mentira era una forma de marcar el espacio que había encontrado, que yo le había invadido por unos segundos, aunque los dos supiéramos que nadie merece convertir un pedazo de cartón en un lugar de descanso, ni un banco en privacidad. Me fui con la sonrisa desdibujada. (¿Qué vi?) Me fui confundida. (¿Qué miré?) Me fui triste. (¿Qué observé?)Pobreza y resignación. Dolor y tristeza. Impotencia y desesperación. Llegué a casa, comencé a cocinar, la música continuaba en el aire pero ahora había demasiados signos de interrogación. ¿Qué miramos cuando vemos? ¿Acaso se han “convertido en parte del paisaje”?Aquellas almas desprotegidas, excluidas, de las que no se su historia pero la mirada me llega a lo profundo del alma, me saca del eje, me moviliza, me desconcierta y me hace continuar el día repleta de preguntas sin respuestas, de vidas sin ayuda, de realidades que habitan en todo el mundo, en Latinoamérica, en mi Argentina.
